El Manantial de Guacarapa

«Ahí está, al fin lo encontré».

Caminó lentamente, controlando su ansiedad, sorteando sus pasos entre las piedras. Notó que, a medida que avanzaba, la distancia se ampliaba. Aceleró el paso, extendió sus brazos, pero era inútil, no lo alcanzaba.

—Despierta Serafina, se te va a hacer tarde —susurró Doña Emiliana.

Así, ella despertó de un sueño fantástico, de una búsqueda nunca realizada pero anhelada.

—Mamá, lo vi, casi lo alcanzo, ¿por qué me despertaste? —dijo Serafina con voz carrasposa.

—¿Qué cosa? —preguntó Doña Emiliana mientras se apuraba a colocar en la cama el uniforme de su hija—. Vístete que vas a llegar tarde al liceo.

—El manantial mamá, soñé con el manantial.

—Sigues con eso. Ya te dije, muy poca gente lo ha visto y si lo ves no lo puedes tocar, mucho menos beber. Apúrate.

Doña Emiliana había sido clara mucho antes de aquel sueño: el manantial de Guacarapa existe, pero sus aguas no se pueden tocar, tampoco beber.

Serafina se apresuró al liceo, como solía hacerlo, vistiendo el uniforme del Colegio Santa María Goretti: un blazer blanco con seis botones y falda del mismo color. Siguiendo su rutina, recorrió el breve trayecto desde su casa en la calle Ambrosio Plaza hasta el Corralón de la calle Régulo Fránquiz, pasando frente a la Plaza Bolívar. Al llegar, se percató que había perdido al Amigo del Pueblo, línea de bus que conectaba cada dos horas al Pueblo Arriba de Guarenas con Guatire. Así que continuó su caminata hasta la Plaza La Paz en la Llanada del Pueblo, donde podría tomar un bus de la misma línea, pero con mayor frecuencia.

Avanzó rápidamente por la empinada Bajada de Los Almendrones y calle Real, absorta en sus pensamientos, sin prestar demasiada atención a su entorno, pues su mente estaba en Guacarapa. Aunque sus pies la llevaban hacia la calle Ricaurte, su verdadero destino parecía ser la calle José Félix Ribas.

Toda esa mañana de clases en el colegio para hembras, Serafina se mantuvo ensimismada, rememorando una y otra vez aquel sueño fantástico. En su mente, una voz insistente le susurraba: «Tienes que encontrar el manantial». Sin embargo, ella no se daba cuenta que esa voz era su propia voz. Quizás su subconsciente trataba de endosar a un tercero imaginario la osada sugerencia de no hacerle caso a su mamá, de ignorar su advertencia: no buscar el manantial, no tocar su agua, no beberla. Todo eso parecía ser la voluntad de alguien más, pero en realidad, era ella misma quien anhelaba seguir ese misterioso llamado.

Narciso, hermano de Serafina, era el propietario de una parcela en Guacarapa. Un terreno sin pretensiones, apenas delimitado por palos secos clavados en la tierra, inclinados, queriendo caer, resistiéndose a delimitar lo innecesario. A ojos de Serafina, era un espacio casi desértico que desentonaba con el verdor y la frescura de aquella Guacarapa de 1959.

Narciso había recibido de la municipalidad el permiso para cultivar en ese terreno, pero solo llegó a construir un modesto baño y excavar un pozo para obtener agua. Ese pozo, sin embargo, albergaba el agua más cristalina de aquella Guarenas de antaño.

Aquel terreno no era precisamente el lugar al cual Serafina ansiaba acudir y su permanencia en él se volvía casi forzada cuando su padre, Don Abelardo, llevaba a la familia a pasar los domingos entre aquellos palos secos que parecían estar a punto de caer, unos maderos que delimitaban la nada misma.

Es incierto de quien provino la idea, quizás fue de Narciso, o tal vez de Don Abelardo, lo cierto es que bautizaron esa parcela con el nombre de La Ponderosa. ¿Acaso ese terreno representaba solidez y abundancia? ¿Era un lugar de reflexión sobre la vida y la naturaleza? A los ojos de una adolescente, ese nombre solo significaba un capricho, una aventura comercial con destino incierto, una tortura de solo escuchar su nombre, un pesar cuando acudía a sus espacios.

Pero aquel sentimiento de rechazo que Serafina sentía hacia La Ponderosa cambiaría de forma inesperada, impulsado por un comentario que Doña Emiliana hizo en casa:

—Un niño murió. Dicen que fue después de beber del manantial de Guacarapa. Tuvo fiebre y vómito toda la semana y en la Bolívar no pudieron hacer nada por él. Ustedes que se la pasan metidos en La Ponderosa, cuidadito y se ponen a buscar ese manantial.

Doña Emiliana, al referirse a la Bolívar, señalaba con tristeza que, en el Hospital Dr. Francisco R. García, ubicado para aquel entonces en la calle Bolívar, los esfuerzos de los médicos habían sido insuficientes para salvar la vida de aquel puberto.

—Mamá, ¿quién murió? —preguntó Serafina con angustia, sintiendo un vacío en su abdomen. Temía que un amigo suyo hubiese fallecido, y la sensación de una terrible noticia parecía acechar en la penumbra.

La respuesta de Doña Emiliana le dejaba saber el nombre del infortunado, pero ese nombre no le trajo ningún rostro a su mente, ella no sabía de quién se trataba.

—¿Hay un manantial en Guacarapa? —preguntó Serafina después de recobrar el aliento, con voz entrecortada, con un deseo de cambiar el tema a toda prisa.

—Eso dicen, yo nunca lo he visto —replicó Doña Emiliana—. Ya te dije, no se te ocurra buscarlo, ya viste que es peligroso, pobre muchachito. Ese manantial no existe.

La advertencia de Doña Emiliana tuvo un efecto contrario en Serafina. Aquella contradicción de un peligroso, pero inexistente manantial, cuya agua podía causar la muerte, encendió en ella un interés y una determinación por encontrar aquella fuente de Guacarapa.

—Entonces sí existe —contradijo Serafina.

Doña Emiliana asintió con pesar, viendo en los ojos de su hija como despertaba una nueva aventura, una nueva misión, un destino por alcanzar.

Serafina había demostrado su inclinación por desentrañar los enigmas que abundaban en aquella Guarenas bucólica, siempre dispuesta a resolver de forma lógica los hechos inexplicables que a sus oídos llegaban, sumergida en la búsqueda de respuestas.

En una ocasión, decidió enfrentar el misterio de los extraños sonidos que su prima Mimina afirmaba escuchar en su casa de la calle Bolívar. Una noche, tras algunas horas de vigilia, Serafina avanzó hacia la cocina de Mimina, guiada por crujidos inquietantes. Con una vela temblorosa en mano, su respiración agitada y el corazón en un puño, se atrevió a subir el pequeño escalón que separaba el corredor de la cocina. Allí descubrió que aquellos ruidos metálicos no eran cadenas arrastradas por espantos del más allá, sino sartenes y ollas que, al enfriarse lentamente sobre el fogón, contraían sus quemadas superficies, produciendo tan enigmáticos sonidos.

Por lo tanto, el manantial de Guacarapa se perfilaba como una nueva misión de investigación. ¿Realidad o leyenda? Serafina estaba dispuesta a develarlo y su punto de partida sería en La Ponderosa.

Esa semana para Serafina transcurrió más lento de lo normal. Su rutina diaria de viajar de Guarenas a Guatire se hacía interminable, casi al punto de sumirla en un letargo del cual no escapaba durante las horas de clases. La majestuosidad del valle que enmarca ambos pueblos le resultaba ajena, pues su mente solo tenía una imagen fija: el manantial de Guacarapa.

Cada noche su mente trazaba un plan, una estrategia que le permitiera emprender una búsqueda maravillosa. Decidida a escudriñar los recovecos que aguardaban en Guacarapa, ideaba la forma de recorrer y estudiar cada uno de sus rincones, sin dejar de observar el más mínimo detalle ofrecido por aquella hermosa pradera, por aquel valle de un intenso verdor, por aquella accidentada grieta que era la quebrada de Guacarapa.

Como solía decir su madre, Doña Emiliana: «La quebrada de Guacarapa tiene vida propia». Durante gran parte del año, ese cauce permanece seco, casi inerte, como si la naturaleza en su sabiduría supiera que no debe permitir que la vegetación crezca en su vaguada. Solo unos tímidos arbustos adornan su ribera.

Pero cuando las montañas del sur se oscurecen y las nubes presagian la tormenta, es necesario mantenerse alejado de la quebrada de Guacarapa. Ese árido cauce demostrará que solo estaba dormido, esperando pacientemente para despertar y transformarse en un desfiladero aterrador, en una torrentera de caos y equilibrio, en un lecho que intenta renovarse de forma agresiva, reclamando lo que le pertenece y recordándonos su presencia.

El sábado llegó, más esperado que otras veces. Serafina se levantó con ímpetu, desafiando a la mañana. Atrás quedó la semana de clases, como algo muy lejano en el tiempo.

—¿Dónde está Narciso? —preguntó Serafina con apuro.

—Dios te bendiga —respondió Doña Emiliana con tono de reproche.

—Bendición, ¿Dónde está Narciso? —insistió Serafina—. ¿Ya se fue?

—No, tu hermano está en la acera arreglando la Willys —respondió Doña Emiliana, extrañada por el repentino interés de su hija en el paradero de su hermano.

Después de Don Abelardo, Narciso era como un segundo padre para Serafina. Doblándole la edad, él siempre estaba ahí para orientarla o reprenderla cuando era necesario. Esto hacía que aquella adolescente de 1959 renegara la mayor parte del tiempo de su hermano mayor.

Cada día, Narciso inspeccionaba su Willys como si intentara descubrir —o disimular— los defectos de aquella máquina ruidosa y de color verdoso. El ruido producido por ese motor, que encendía a regañadientes, era escuchado en toda la calle Ambrosio Plaza.

Cada sábado, el encendido de aquel todoterreno era un aviso para Serafina, más bien una advertencia.

—Arréglense —profería Don Abelardo, agitado y apresurado como de costumbre—. Vamos para La Ponderosa.

Serafina era consciente que se avecinaban horas de tedio, pues todos irían a la parcela de Guacarapa, donde el tiempo parecía detenerse y el sol brillaba con menor intensidad.

Solía ser habitual que Narciso organizara una reunión familiar en La Ponderosa cada sábado. Llevaba a sus hijos e invitaba a amigos de la Guarenas de antaño

En La Ponderosa, Serafina asumía un papel de guía, casi como una maestra, ya que sus sobrinos, aún infantes, necesitaban ser supervisados. Mientras los mayores disfrutaban de bebidas espirituosas, los más pequeños jugaban en los alrededores de la parcela bajo la atenta mirada de Serafina.

Durante esas largas horas, Serafina extrañaba a su mamá. Se preguntaba si en La Ponderosa el tiempo transcurría aún más lento que en el colegio. Lo cierto es que Doña Emiliana aprovechaba esas reuniones para quedarse en casa, realizando labores domésticas sin el bullicio propio de una casa llena de gente.

Ese sábado, el estruendo del motor Willys de cuatro cilindros resonó, pero extrañamente no se oyó la invitación de Don Abelardo a La Ponderosa.

—¿Vamos para La Ponderosa? —preguntó Serafina.

—No, tu papá va con Narciso a San Pedro a buscar madera —respondió con una sonrisa Doña Emiliana—. ¿Desde cuándo tienes tanto interés en ir a La Ponderosa?

Serafina no respondió y se retiró a su cuarto, sintiendo cómo sus planes para buscar el manantial de Guacarapa se desmoronaban. Permaneció en su cama durante un buen rato, maquinando cómo irse sola a Guacarapa sin levantar sospechas en su casa. Entonces, una idea cruzó su mente.

—Mamá, esta tarde voy a casa de Soledad —dijo Serafina.

Soledad era la mejor amiga de Serafina. Juntas pasaron toda su infancia jugando y ahora, en la adolescencia, mantenían intacta su amistad. Soledad vivía en Guacarapa, muy cerca de la intersección de las calles José Félix Ribas y Unión de Tocorón. Si la búsqueda del manantial no podía comenzar desde La Ponderosa, entonces iniciaría desde la casa de Soledad, quien además podría tener información sobre el esquivo manantial.

—No te vayas por la Torre, vete por la Calzada —instó Doña Emiliana.

Desde el Pueblo Arriba de Guarenas, se hacía un trecho corto hasta la entrada de Guacarapa, descendiendo el cerro que se accedía al inicio de la calle 5 de Julio, espacio conocido como la Torre, dada la alta estructura que ahí se encontraba sosteniendo el tendido eléctrico. Pero el improvisado camino era tan empinado como accidentado, por lo cual era más conveniente acceder desde la esquina de la Calzada en la intersección de las calles Falcón y José Félix Ribas, lugar famoso de la Guarenas de antaño, donde jóvenes se apresuraban a bajar hacia el río Guarenas y comerciantes entraban al pueblo con sus carretas cargadas de leche recién ordeñada, frutas, hortalizas, cueros y driles.

Ya en Guacarapa, Serafina subió hasta la casa de Soledad y después de saludarla no perdió tiempo para decirle:

—Vamos a subir por la quebrada, vamos a buscar el manantial.

—¿Qué manantial? —preguntó Soledad, extrañada.

—El manantial de la quebrada, más arriba, ¡vamos! —insistió Serafina.

Soledad, sin mayor cuestionamiento, aceptó la invitación. Para ella representaba una buena oportunidad para caminar y conversar con su amiga de toda la vida. Durante la caminata, siguiendo el curso de la quebrada de Guacarapa, Serafina le habló a Soledad del misterioso manantial: cuánta agua tenía, cómo brillaba bajo la luz del sol y el inminente peligro al que se enfrentaban con tan solo tener la idea de buscarlo. Su descripción del manantial se basaba en aquel sueño del cual despertó intempestivamente ante el llamado de su madre. En su mente, idealizaba este escurridizo arcano y anhelaba encontrar a tan enigmática fuente de la cual emanaba la más temible de las aguas. El hecho que Soledad no supiera de la supuesta existencia del manantial, le daba a Serafina la libertad de fabular las más increíbles historias sobre el manadero. Sin embargo, sabiendo que Soledad era temerosa, no le reveló que un niño guarenero había fallecido ante la supuesta ingesta de sus aguas.

La tarde caía rápidamente, así ha sido siempre en Guacarapa, envuelta en una penumbra persistente, con destellos de luz que se filtran entre las ramas de los árboles y un manto de hojarasca que se hace más visible a medida que avanza el día. Los tonos grises de la tarde hicieron que Soledad sintiera la necesidad de regresar a su casa.

—Vamos a regresarnos —dijo Soledad.

—Casi no hemos caminado, el manantial tiene que estar más arriba, vamos a seguir un rato más —imploró Serafina.

—Vamos a devolvernos, ¡ese manantial no existe! —decretó Soledad.

Esa frase resonaba en la mente de Serafina. Doña Emiliana, con dudas, ya se lo había dicho: «Ese manantial no existe». Ahora, Soledad también lo afirmaba, y bajo esa negación, la búsqueda parecía condenada al fracaso. Por lo tanto, Serafina aceptó que era momento de regresar.

Al pie del cerro, justo al lado de la quebrada de Guacarapa, las dos amigas se despidieron, prometiendo encontrarse de nuevo para caminar y conversar. Dijeron que obviarían el curso de la quebrada y, en cambio, caminarían por la calle Real, desde la Plaza Bolívar hasta el Guacharacal. Este último sitio estaba ubicado en La Llanada del pueblo, al final de esa misma calle, y recibía su nombre por las guacharacas que abundaban en ese sector, aves reconocidas por hacer mucho ruido.

La semana transcurrió para Serafina sin mucho aspaviento y el sábado comenzó para ella más temprano de lo habitual.

—Arréglense que hoy nos vamos a La Ponderosa —dijo Don Abelardo, casi a nivel de grito—. Allá nos esperan los Espinoza, vamos a almorzar con ellos.

En tan solo veinte minutos, Serafina se espabiló, se bañó, se vistió y se peinó. Desayunó con gran apetito, aunque su verdadera apetencia era continuar su búsqueda, retomar la tarea inacabada, dilucidar el misterio del manantial de Guacarapa.

Quizás por primera vez en su vida, Serafina observó a Narciso mientras revisaba el motor de su Willys. Como nunca antes, ella permaneció junto al artefacto motorizado, incluso antes de que fuera encendido. Esta vez, el sonido del motor resonaba como un rugido imponente que la invitaba a subir a bordo sin esperar a que su hermano le pidiera hacerlo. Ahora el todoterreno ya no era un armatoste, sino un corcel que la llevaría a toda prisa a La Ponderosa, desde donde podría reiniciar su exploración en Guacarapa.

Sobre ese corcel alimentado con gasolina y poniendo a prueba su capacidad tras quince años de uso, llegaron a La Ponderosa Don Abelardo, Narciso, Serafina y sus pequeños sobrinos: Margarita, Narcisito, Rafael y Luis. En la parcela, ya se encontraba Don Jesús Espinoza junto a sus hijos mayores: Luis, Alberto y Antonio. Serafina ayudó a su padre y hermano a descargar las bolsas de verduras y carne, mientras que sus sobrinos correteaban alrededor del terreno precariamente delimitado.

Ese sábado, el sol de Guacarapa brillaba intensamente, en un marcado contraste con el lienzo de claroscuro que siempre apesadumbraba a Serafina durante sus visitas a La Ponderosa. Sin embargo, aún más brillantes eran sus ojos, explorando el entorno y buscando la oportunidad perfecta para abandonar la parcela y proseguir su exploración.

Don Abelardo, Narciso y Don Jesús se pusieron manos a la obra para preparar el almuerzo: un suculento sancocho de res. Narciso estuvo en todo momento pendiente de Serafina, pues ya Doña Emiliana le había advertido:

—No vayas a dejar que tu hermana se vaya sola a Guacarapa arriba.

Así que para Serafina estaba siendo imposible abandonar esos predios en busca del tan ansiado manantial.

Después del almuerzo, pasaron la tarde sentados junto al pozo de La Ponderosa, compartiendo conversaciones, risas y bebida. Don Abelardo le preguntaba a Don Jesús acerca de los preparativos para la procesión de Nuestra Señora de Copacabana, actividad que con devoción realizaba junto a los arreglos para las fiestas patronales de Guarenas cada 21 de noviembre.

De repente, los hermanos Espinoza se dispusieron a salir de la parcela, ya que iban a visitar a un amigo que vivía en Las Clavellinas. Para ello, caminarían siguiendo el curso de la quebrada Guacarapa, subiendo hasta el Calvario y luego enfilando hacia Las Clavellinas.

El momento fue propicio para Serafina, quien se encontraba en los linderos de La Ponderosa traveseando con sus sobrinos. Aprovechando la tertulia de los adultos y el descuido de Narciso, quien parecía haber perdido interés en vigilarla, se fue junto a sus sobrinos para seguir a los hermanos Espinoza, rumbo al sur, hacia Guacarapa arriba. Serafina sabía que, si quería continuar su búsqueda, tendría que llevar a sus sobrinos con ella, de lo contrario, su ausencia sería advertida.

Margarita cargó a Narcisito sobre sus hombros, mientras que Serafina hizo lo mismo con Rafael. Mientras tanto, Luis caminaba a su lado, entablando una conversación con una amiga que encontró en el trayecto. Casualmente, resultó ser la hermana menor de una maestra de Serafina.

Los seis muchachos seguían a los hermanos Espinoza, manteniendo una distancia prudencial. Los mayores les advirtieron en repetidas ocasiones que no los siguieran, que regresaran a La Ponderosa, ya que era peligroso.

Con la actitud propia de adolescentes y niños, hicieron caso omiso de las advertencias y continuaron su travesía siguiendo a aquellos hermanos que, en ese momento, fungían como vanguardia en la ruta exploratoria de Serafina.

Caminaron durante más de una hora, siempre al lado derecho de la quebrada, sobre la ladera de la montaña. Dejaron atrás el punto máximo hasta donde los vehículos podían avanzar por la vía de tierra que bordeaba el lado izquierdo de la quebrada. Sin contratiempos, superaron el punto donde comenzaba la empinada y escabrosa subida que conectaba la calle Real de Guacarapa con la parte alta del Calvario de Guarenas. Dejaron atrás la casa de albergue para jóvenes, donde la iglesia asistía y educaba a los muchachos en situación de riesgo. Sin embargo, lo único que Serafina no dejaba atrás era su determinación de encontrar el manantial de Guacarapa.

Serafina no prestaba atención a las palabras de los niños ni al peso de su sobrino Rafael sobre sus hombros. Su mirada recorría todo el cauce de la quebrada de Guacarapa, intentando descubrir esa fuente de la cual brotaba la más misteriosa de las aguas.

De pronto, los hermanos Espinoza bajaron hasta la quebrada, la cruzaron y ascendieron nuevamente por la ribera izquierda, deteniendo el paso e insistiéndole a Serafina y a los niños que regresaran a La Ponderosa. Con un tono más firme, exclamaron: «Por aquí hay culebra, se va a hacer tarde, váyanse ya».

La sola mención del reptil fue suficiente para que Serafina detuviera su búsqueda y decidiera regresar a la parcela. Los hermanos Espinoza siguieron su camino cuando se aseguraron que Serafina y los niños se habían devuelto.

El sol comenzaba a ocultarse tras la montaña y el brillo que había iluminado el día llegaba a su fin, al menos en Guacarapa. El contraste producido por esta debilitada luz confería a la quebrada un tono sombrío, casi tenebroso.

Se apresuraron en su camino de regreso, siguiendo los pasos de una muy apurada Serafina. Ella había abandonado la exploración de la quebrada, resignada a no encontrar el manantial, pues volver a ese punto para continuar su búsqueda sería una tarea difícil de lograr

A lo lejos, frente a ella, en el camino por la ladera de la montaña, con la quebrada a su derecha y las voces exhaustas de sus sobrinos, Serafina divisó un destello en el suelo. Este brillo contrastaba con el ocre que ella iba pisando en su desgano. Un destello que iluminó su rostro y avivó su espíritu.

—Ahí está, ¡lo encontré! —alertó Serafina a sus sobrinos.

Ya no era un sueño del cual despertaría, realmente caminaba hacia el escurridizo manantial. Lo veía a lo lejos, justo como lo había imaginado. Por un momento detuvo el paso, los destellos de aquella misteriosa fuente parecían hipnotizarla, mientras un silencio invadía a aquella Guacarapa y la luz se desvanecía. Ese silencio fue interrumpido por su respiración agitada y los latidos de su corazón, seguido de una voz:

—Serafina ¿Qué es eso? —preguntó Margarita.

No hubo respuesta, solo el chasquido de las hojas secas bajo los pies de Serafina mientras caminaba por la ladera de la quebrada, atraída por el brillo de aquel misterioso velo de agua, enmudecida, temerosa, pero incapaz de detener su paso.

Los niños permanecieron inmóviles, sin intentar detener a Serafina. Solo observaban cómo avanzaba hacia aquel manadero. No había brisa que hiciera a los árboles susurrar, ni cantos de aves que acompañaran a los solitarios exploradores. Solo reinaba aquel profundo silencio.

Serafina pudo observar cómo el manantial nacía a mitad de la ladera, como un hilo de agua que se deslizaba suavemente sobre el terreno hasta llegar al cauce de la quebrada. Emergía entre diminutas piedras blanquecinas y arena que, bajo los débiles rayos de luz filtrados por el ramaje de los altos árboles, reflejaban diversos y brillantes colores. El líquido fluía por la ladera hacia la quebrada, dejando a su paso un manto cristalino que cubría la tierra.

A medida que se acercaba, el manantial brotaba con mayor fuerza, empapando todo a su alrededor. La arena, compuesta por diminutas piedras tornasol, emergía también del suelo, formando pequeños embudos por donde salía el agua. Cuando logró percatarse, Serafina ya estaba parada sobre la arena y el curso del manantial, mojando sus pies y zapatos.

Aunque el viento no soplaba, Serafina percibió una frescura que envolvía el lugar, junto con un dulce olor a cayena, un débil aroma que ella era capaz de percibir. Sus pies se hundían en la arena depositada por el correr del agua. La luz se volvía tenue, pero el manantial brillaba con intensidad. El agua, cristalina, dejaba una hermosa silueta mientras fluía por el suelo ocre de la quebrada. Invitaba a perderse en su majestuosa presencia, a palpar su cuerpo, a disfrutar su olor y a calmar la sed con su húmedo brillo. Sus sentidos quedaron atrapados en aquel manantial.

—No te la tomes Serafina —gritó Margarita mientras corría hacia el manantial, seguida de sus hermanos.

Aquel grito de alerta hizo que Serafina reaccionara, dándose cuenta que estaba arrodillada en medio del manantial, con las manos sosteniendo el agua que se derramaba entre sus dedos, a punto de beberla en un momento de éxtasis.

Súbitamente, dejó que el agua se derramara entre sus manos y dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo húmedo y frío, empapado de aquella misteriosa y atrayente agua.

De pronto comprendió que el manantial poseía un poder natural, que invitaba a mirarlo, a palparlo y a beberlo. El líquido fluía de forma mágica, dejando contornos en la arena y en la tierra, con destellos de luz y colores que generaban una frescura inexplicable. Era imposible resistirse a la tentación de probar sus aguas, de sentir esa frescura en los labios, de calmar su sed y permitir que fuera parte de su ser. Con rapidez, Serafina se reincorporó.

—¡No lo miren, no lo toquen! —exclamó Serafina mientras secaba sus manos con su camisa—. Quiere que lo bebamos.

Serafina cargó de nuevo a Rafael y apuró el paso hacia La Ponderosa, mientras la seguía Margarita con Narcisito en hombros y Luis con su amiga. La oscuridad parecía apoderarse de Guacarapa mientras el intenso calor volvía a sentirse en todo el lugar. Una cálida brisa comenzó a soplar, haciendo que los árboles agitaran sus ramas. A medida que avanzaban, Serafina sentía que los árboles le susurraban: «Regresa, el manantial te espera; está ahí solo para ti». La angustia la invadió, pero un impulso la hizo volver la mirada para darse cuenta que, a medida que se alejaban, el manantial se desvanecía, el agua dejaba de brotar y los destellos de la colorida arena cesaban.

Mientras caminaba, intentaba comprender por qué el manantial la atrajo de esa manera, cómo era posible que no resistiera la tentación de tocar y beber sus aguas cuando ya había sido advertida por su madre de no hacerlo. En su mente resonaba ahora la idea de que lo mismo le había ocurrió a aquel niño guarenero, del cual se dice que murió tras beber de este enigmático e infame manantial.

A lo lejos, divisaron la tenue luz que emanaba del único bombillo de La Ponderosa, lo cual brindó tranquilidad a Serafina y sus sobrinos. Con sigilo, se adentraron en la parcela sin ser advertidos por Don Abelardo, Don Jesús y Narciso, quienes estaban absortos en el añejo y la tertulia.

—Lo lograste, encontraste el manantial y no nos regañaron —le dijo Margarita a Serafina con particular picardía.

Serafina asintió, mostrando incredulidad y una leve sonrisa que se dibujaba en la comisura de sus labios.

El día llegaba a su fin en Guarenas, mientras que para Guacarapa, ya sumida en la oscuridad, había culminado al menos una hora antes. Era momento de partir en aquel brioso corcel de cuatro ruedas.

Serafina llegó a su casa sin prestar atención al camino de regreso ni al tiempo transcurrido entre Guacarapa y el Pueblo Arriba de Guarenas. Tomó ropa limpia de su habitación y se dio un baño con el agua tibia de Curupao, que era bombeada desde la caja de agua en la esquina de Vuelta Blanca. Luego, se dirigió directamente a la cocina, donde encontró a Doña Emiliana preparando masa para las arepas.

—Lo encontré —susurró Serafina.

—Te dije que no lo buscaras —respondió Doña Emiliana—. ¿Acaso tocaste esa agua o llegaste a beberla?

—No mamá, no la bebí, pero casi lo hago, tuve su agua en mis manos. El manantial se apoderó de mí, su belleza me atrapó, era cristalino, olía a cayenas, dibujaba formas coloridas en la arena y en mi mente, parecía vivo.

—Solo tú sabes a qué huelen las cayenas. ¿Seguro que no lo bebiste? —increpó Doña Emiliana—. Sino te quedarás en Guarenas para siempre.

—¿De qué hablas? ¿Me estás imponiendo un castigo?

—No, ningún castigo, te estoy hablando de la leyenda del manantial de Guacarapa —dijo Doña Emiliana mientras redondeaba una arepa.

—¿Cuál leyenda? Entonces habías oído antes del manantial —dijo Serafina sorprendida.

—Sí, existe una leyenda que mi abuela Epifania solía contarme —prosiguió Doña Emiliana—. Yo no creía en la existencia del manantial y mucho menos en la leyenda, hasta que leí en el periódico la muerte de aquel niño. No quería que tú intentaras buscar al manantial. Ahora me confirmas que sí existe. Gracias a Dios no lo probaste.

—¿Qué dice la leyenda? —se apresuró en preguntar Serafina.

—El manantial de Guacarapa se oculta en las laderas de la quebrada —explicó Doña Emiliana—. Pocos podrán verlo, aparecerá en cualquier lugar, en el camino de la persona que elija, mostrando su cristalina agua, para cautivar al más incrédulo o al más osado.

—Así mismo fue, a plena luz del día no lo vi, pero de regreso, mientras caía la tarde, se apareció en mi camino —explicó Serafina—. Su presencia en ese lugar era irreal, tan reluciente, tan mágico.

—El manantial de Guacarapa te atrapa con sus encantos, te invita a palpar y beber sus aguas —continuó Doña Emiliana—. La leyenda dice que si bebes de él te quedarás para siempre en Guarenas, ya sea por amor o desamor, por convicción o traición, en vida o en muerte. Yo sé que el niño fallecido y sus padres se iban de Guarenas, ellos se mudaban para Caucagua. Que tristeza que la leyenda se hiciera realidad.

—No te preocupes mamá, yo me voy a quedar en Guarenas, por amor, convicción y en vida —declaró Serafina con determinación—. No necesito beber del manantial de Guacarapa para que así sea, este es mi lugar.

La vida en Guarenas siguió su curso habitual: lenta, taciturna, solitaria a ratos. Guacarapa fue cambiando con nuevos asentamientos, pero sus sombríos atardeceres perduraron en el tiempo. En La Ponderosa no se produjo otra cosa más que sancochos y tertulias, y con el tiempo Narciso vendió la parcela.

Serafina dejó de frecuentar Guacarapa, alejándose de los senderos que alguna vez la atrajeron para escudriñar sus secretos. Encontró su pasión en la educación infantil, mostrando la misma inquietud por la formación que siempre tuvo hacia sus sobrinos, la investigación y la enseñanza. Con el paso de los años, encontró el amor en Guarenas y formó su hogar. Así, como lo había decretado años atrás, se quedó en Guarenas por amor, convicción y en vida.

Con el paso del tiempo, el manantial de Guacarapa dejó de ser mencionado. Nadie volvió a escuchar de él ni a verlo, y la leyenda se desvaneció en el olvido.

El manantial de Guacarapa existió y aún subsiste en el corazón de cada guarenero que persigue sus sueños, en aquel que busca incansablemente su destino para forjar una vida de bien y contribuir al futuro de Guarenas, por amor y convicción. Solo debes encontrar tu propio manantial.

—FIN—

Nota al margen: Este escrito de Pablo Muro tiene su origen en una historia real, recorriendo las conversaciones que el autor sostuvo con sus protagonistas. El Manantial de Guacarapa es una composición cargada de nostalgia y magia, mezclando realidad y ficción; un cuento que nos deja ver parte del imaginario colectivo de aquella Guarenas de la década de 1950.

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