Por Tomás González Patiño. Hoy, desde mi cautiverio “voluntario” al cual el virus nos tiene arrinconados, donde se pierde la noción del tiempo, de las fechas y los días de la semana, porque todos ellos son de igualdad impresionante; sentí el deseo de ir a Guarenas, a la Guarenas de los tiempos idos de mi infancia.
Mi mente como siempre, desobediente y callejera se trasladó a mi pueblo. Ese viaje, por razones obvias, tuvo que ser virtual, por lo que superó sin inconveniente alguno, obstáculos, talanqueras, puntos de control y todo tipo de tropiezos. El tiempo que duró el traslado, fue suficiente para cambiar mi percepción de la realidad actual y llegar al tiempo en que gozaba de la infantil felicidad.
Llegué a la casa donde viví durante varios años, la cual todavía se mantiene erguida como desafiante a los avatares del tiempo. Está situada en la calle Ambrosio Plaza, muy cerca de la Plaza Bolívar.
Lo primero que hice, fue visitar todos sus rincones y curiosear los objetos que allí había, que por tanto tiempo de no ver, al primer momento me parecieron desconocidos. Mi antigua bicicleta, ya inservible, fue una de esas cosas que encontré abandonada en una de las más apartadas estancias. Verla me hizo sentir pesar por haber abandonado a esa fiel compañera que me llevó a tantas aventuras de mis tiempos juveniles. “Aberdale” era su marca, la cual, entre borrones y manchas, con dificultad, pude leer.
Bueno, con la ansiedad de recorrer la calle por la que tantas veces anduve, unas con alegría y otras con tristeza; inicié mi paseo.
Al salir, dirigí una mirada fugaz hacia La Plaza Bolívar, al lado estaba la casa de mi tía, inmueble que también como la mía, todavía se mantiene firme, aunque sin su antigua dueña, quien hace mucho tiempo se fue a la casa del Señor.
Después de esa efímera mirada hacia lo que es el centro del pueblo, giré mi atención en dirección hacia El Calvario, con la intención de señalar primero, las casas situadas del mismo lado que la mía (Lado Este) y después, viniendo de regreso, hacer lo mismo con las que están situadas en el frente. (Lado Oeste).
El primer tramo de mi paseo estuvo entre La Plaza Bolívar y la calle Colón.
Al lado de mi casa y siguiendo la dirección acordada, estaba la habitada por Germán Flores. Uno de sus hijos, Eleazar (Chan), era amigo mío de esa época.
Seguidamente y ya en esquina, estaba la habitada por Pedro Abelardo García y su familia. José Antonio García, coetáneo conmigo, formaba parte del grupo de mis compañeros. Sus hermanos Pablo Emilio, Pedro José y Néstor; eran más pequeños en ese momento, pero hoy, son mis amigos.
Pasando a la siguiente cuadra, entre las calles Colón y Cinco de Julio, existía y existe todavía, una leve pendiente de la calle que nos ascendía al plano de lo que llamábamos El Calvario.
Es bueno aclarar, que El Calvario, en aquella época, comenzaba donde termina el ascenso de la rampa mencionada, un poco antes de la Calle Cinco de Julio y terminaba en La Plazoleta, donde hoy está el llamado Hospitalito.
Hecha la explicación, proseguimos con nuestra caminata. En la esquina Norte de esa cuadra, estaba la casa de Jesús María Espinoza, padre de Antonio, mi compañero de muchos juegos infantiles. Seguidamente y a continuación, se encontraba una casa donde vivió Félix Ramírez y antes me parece recordar a un señor de apellido Schuler. Nunca pude saber más de ese inmueble. Luego, ya en la parte alta, donde, como dije, comenzaba El Calvario, había una casa, creo que hoy todavía existe, también habitada por distintas personas en diferentes períodos.
Colindando, estaba la que inicialmente fue habitada por Manuelito Sequín y luego por la familia Maldonado. Olimpia, hija de esa familia, siguió el camino de las artes escénicas y encarnó el papel de “La Gafa Pucha” en popular programa presentado por televisión.
Por último, llegué a la esquina con la calle Cinco de Julio, donde en aquellos tiempos funcionaba un abasto cuyo nombre no recuerdo.
Antes de pasar a la siguiente cuadra, delimitada por esta última calle y la Venezuela, y siguiendo el método convenido, recordé a mi amigo Pedro Guerra, quien vivía muy cerca y siempre lo veía en ese lugar.
Se comenzaba la cuadra siguiente con la casa habitada por Augusto Sánchez y su esposa Mercedes. Más adelante y luego de una larga pared, la casa de Manuel González, situada en esquina con la calle Venezuela a donde daba su frente. Es decir, sólo había dos casas en ese tramo.
Me disponía a continuar hacia la siguiente sección de la calle, pero me lo impidió una manada de chivos que, como todas las tardes, regresaba en tropel desde el cerro vecino conocido como cerro de Los Chivos. Esos animales pernoctaban en la casa de las Hermanas Rodríguez, la cual señalaré más adelante. Esta situación, imprevista, me obligó prematuramente, a iniciar mi regreso en el orden acordado.
Sin embargo, aunque no pude continuar hacia la cuadra siguiente, según lo previsto, dirigí una mirada hacia la Caja de Agua, inmueble situado en ese tramo no visitado.
Se originó en mí la pregunta de cómo surtía ella el líquido, sí estaba a nivel de tierra y no tenía sistema de bombeo. En cambio, una situación diferente se presentó con el nuevo depósito de agua de aquella época, que fue construido en la falda del cerro, al final Sur de la calle Bolívar, y a una altura suficiente para operar por gravedad. Creo que este estanque, cuya inauguración recuerdo, todavía presta servicio.
Ya regresando y tomando la dirección franca hacia La Plaza, lo primero encontrado y formando esquina con la calle Venezuela, fue la bodega de José María Abad, hombre de elevada estatura y de temperamento apacible. Era tocador de arpa, razón por la cual se distinguía por tener muy largas las uñas de los dedos de sus manos. Su carácter era opuesto al de su esposa Lucrecia, quien tenía un temperamento huraño y usualmente, nos regañaba. Esta bodega era frecuentada por nosotros para comprar unos muy ricos “heladitos” de fabricación casera.
Colindando con dicha bodega, estaba la casa de las Hermanas Rodríguez, ya citada, hogar de la manada de chivos causantes de la interrupción de mi caminata.
Seguidamente estaba la casa de Armando Báez, padre de Armando José, compañero de ciclismo y luego, La Escuela Federal Ambrosio Plaza, llamada en aquella época, no sé por qué, El Concentrado. En esa escuela concluí mis estudios de primaria y obtuve mi certificado de sexto grado. Recuerdo a su director, el Br. Eloy M. Fernández, personaje que dejó en mí, recuerdos agradables. Por último, haciendo esquina con la calle Cinco de Julio, estaba ubicada la casa de las hermanas López Suárez; Mercedes, Carmen María y María Luisa.
Después de atravesar la calle y haciendo esquina, encontré la casa de Antonio Cardozo, padre de mis amigos Gerardo y José Rafael (Chepel) quienes fueron grandes amigos también durante mi adolescencia. Luis, era hermano más pequeño en aquella época pero hoy, también es mi amigo. Colindando en la dirección prevista, había un solar que esporádicamente usaba Ramón Echegaray. Más adelante, estaba la casa de las Hermanas Espinal y allí comenzaba la bajada que llega hasta la calle Colón.
El inmueble colindante con el de las Hermanas Espinal, ya situado en esquina con la calle Colón, fue la sede de mi primera escuela, cuya maestra era Concepción Cabriles (Conchita). Mujer de grandes virtudes, extraordinarias condiciones morales, gran sentido de solidaridad humana y practicante inflexible de la disciplina. Fue la primera guía que en los inicios de mi vida, en mi tierna infancia, imprimió en mi alma los primeros principios, que todavía mantengo. De ella, en lo profundo de mi corazón, guardo grato recuerdo, inmenso respeto y eterno agradecimiento.
Pasando la calle estaba la casa ocupada por el señor Salas con su familia, cuyo nombre, no estoy seguro, era Antonio Ramón. Por último, la casa ocupada por la empresa telefónica y también vivienda de María Teresa Lima, siendo Manuel Antonio hijo de aquella familia, integrante del grupo de mis amigos.
Al final, terminada mi aventura, me sorprendí a mí mismo parado en una esquina, en el medio de la calle, desorientado y como quien despierta de un letargo maravilloso.
Me encontraba en una calle bordeada de edificios y nuevas construcciones, muy distinta a la calle de mis sueños infantiles.
Confieso que en el fondo, antes de iniciar esta aventura, tuve la ingenua esperanza de ver nuevamente a mis compañeros de tiempos ya lejanos, ilusión que fue fallida.
Hoy, los que aún viven, seguramente esparcidos por el mundo, transitan por otras calles, pero sin olvidar la que tuvimos. Los otros, los que iniciaron el camino sin retorno hacia la perpetuidad, ya llegaron a El Calvario, pero no al que nos conduce la calle Ambrosio Plaza, sino a otro, al de La Cruz, al del Hombre de Nazaret. Y desde allá, por estar más cerca de Dios, sus peticiones serán más efectivas que las mías.
Fotografías relacionadas:
Fundador y editor de Campanario Urbano. Docente y director jubilado. Investigador de la historia de Guarenas. Fue cronista de prensa regional y apasionado coleccionista de fotografías y documentos antiguos.