En el corazón de Guarenas, entre los ecos de un trapiche y los rezos murmurados a escondidas, nació una promesa que el tiempo jamás pudo olvidar. Muchos se preguntan por qué la representación de María Ignacia es promesa honrada por un hombre.

Pudo ser a mediados del siglo XIX, cuando una esclava afrodescendiente de nombre María Ignacia, alzó sus ojos hacia la imagen de San Pedro Apóstol: su hija ardía en fiebre. Entre la desesperanza y el silencio de una vida marcada por el sometimiento, aquella madre hizo lo impensable: le prometió al santo patriarca bailar y cantar en su honor si su pequeña hija sanaba.

Y el milagro ocurrió.

Pero la promesa no fue ligera, pues María Ignacia veía su vida transcurrir entre la cocina y la obediencia, con su cuerpo amarrado a los límites de la hacienda y donde cualquier oportunidad de expresar ideas y devoción eran del dominio exclusivo de los hombres.

Aun así, María Ignacia se atrevió a romper las reglas de un mundo que no la reconocía. Cada 29 de junio, cargando en brazos a su hija y ataviada de fe, ingresó al ritual de los hombres, bailando y cantando junto a los esclavos, zapateando el suelo que le negaba su libertad. Así comenzó su ritual, no solo de agradecimiento, sino de afirmación, resistencia y amor.

Con el paso del tiempo, cuando su cuerpo ya no resistía, fue su esposo quien tomó el testigo. Con ternura y valentía se vistió con las ropas de María Ignacia, simuló su embarazo y acunó entre sus brazos una muñeca de trapo que simbolizaba a su hija. Lo hizo con devoción, con solemnidad, no para imitarla, sino para prolongarla. Lo hizo por algo íntimo y profundamente creído: en su fe sencilla, temía que el milagro se desvaneciera si la promesa no era pagada.


Por eso se vestía como ella, quizás con la esperanza y creencia mágica de que San Pedro no notaría la ausencia de María Ignacia. En su alma habitaba la certeza de que engañar al Santo era menos grave que fallarle.

Desde entonces, ese gesto trascendió: un hombre vestido de mujer, alejado de la burla y el disfraz, revestido de fidelidad a una historia sagrada, encarnando una promesa que ahora es de todos. Es por ello que la representación de María Ignacia es promesa honrada por un hombre.

Hoy, cuando vemos a María Ignacia recorrer las calles de Guarenas, no es solo una representación folclórica. Es la memoria viva de una mujer que danzó por devoción y sobrevivió al olvido gracias al amor de un pueblo. Es el acto de un hombre que se convierte en portador de una herencia femenina, espiritual y colectiva.

Cada 29 de junio, cuando la Parranda de San Pedro se celebra en las calles de Guarenas, la figura de María Ignacia es el corazón visible del milagro y la memoria, es una promesa que se renueva, evocándola con respeto y trayéndola al presente.
Mientras su imagen dance entre cantos y color, María Ignacia —la mujer, la madre, la esclava libre en su fe— seguirá viva en el cuerpo de quien se atreva a recordarla con la solemnidad que merece una promesa cumplida.

Porque en cada paso de esa danza se repite una verdad ancestral: las promesas no mueren con quien las hizo, sino que se perpetúan en quienes las honran.
Fotografías relacionadas:

Administrador del sitio web campanariourbano.com y sus redes sociales, experto en sistemas informáticos, apasionado numismático y filatelista, amante del vino, investigador de la historia de Guarenas y escritor de relatos históricos.