¿Morocotas en Guarenas?

A través del tiempo, ciertos episodios históricos han adquirido un tinte legendario, envolviéndose en el velo de la especulación y el misterio. Relatos sobre monedas perdidas, fortunas enterradas y personajes ilustres asociados a estos acontecimientos, logran trascender a la documentación oficial para convertirse en narraciones vivas, tejidas entre la memoria popular y los vestigios del pasado: ¿Morocotas en Guarenas?

En muchas ocasiones, estas narraciones habitan en el umbral de lo fantástico y lo verídico, por lo cual se convierten en leyendas urbanas que se nutren de susurros transmitidos de generación en generación, de hallazgos fortuitos y de certezas difusas que encuentran eco en la memoria colectiva, emergiendo mitos que desafían el tiempo, cargados de misterio y evocación.

Las morocotas, aquellas monedas de oro que circularon en Venezuela durante el siglo XIX, no solo fueron símbolo de riqueza y comercio, sino también catalizadores de relatos sobre entierros ocultos y búsquedas incansables. Su historia es un reflejo de cómo los elementos más tangibles del pasado pueden transformarse en invenciones que perduran, atrapando la imaginación y la memoria de un país.

Históricamente se ha confundido al pachano con la morocota. El pachano fue la primera moneda de oro de Bs. 100, acuñada en 1886 por la recién inaugurada Casa de Moneda de Caracas y llamada así por el presidente Antonio Guzmán Blanco. En cambio, la morocota fue una moneda de oro de 20 dólares de los Estados Unidos de América, conocida como doble águila, la cual circulaba en el país desde 1849. Fue llamada popularmente así gracias al general José Tadeo Monagas, quien la comparó con un pez morocoto, también denominado cachama blanca.

Reverso de morocota, USD20.
Reverso de morocota, USD20.

Y es que después de disolverse en 1830 la República de Colombia (Gran Colombia), Venezuela no contaba con un cono monetario propio, por lo cual se introdujeron monedas extranjeras. Es así como en Venezuela circulaban dólares estadounidenses, pesos colombianos, reales españoles, libras esterlinas y reales peruanos. Sin embargo, la doble águila estadounidense era la moneda más codiciada, apreciada por su aleación 90% de oro, con un contenido de 30 gramos del preciado metal. Quienes la poseían eran reconocidos como ciudadanos de alto poder adquisitivo, participantes de las más importantes transacciones comerciales.

En todos los pueblos de Venezuela, desde la época colonial hasta el período republicano, se ha hablado de los entierros de morocotas, bien sea en los patios de las casonas, en sus paredes de bahareque, o en los poyos de los ventanales. Si bien han existido casos reales de hallazgo de morocotas, la mayoría de los relatos sobre entierros dorados no han sido más que invenciones envueltas en el brillo seductor del mito.

Ventanal y poyos de antigua casona de Guarenas.
Ventanal y poyos de antigua casona de Guarenas.

Estos relatos buscan sustento en el temor profundo, aquel que acompaña a quienes protegen su fortuna en tiempos inciertos y que, bajo la sombra de los conflictos y saqueos de la guerra de independencia, los llevó a resguardar sus riquezas en tinajas, ocultándolas en los espacios más recónditos de las casonas, donde el tiempo y el misterio las envolvieron en un velo de leyenda.

Los años transcurrirían, pero las almas de los antiguos propietarios jamás abandonarían sus dominios. Desde el más allá, velarían celosas por sus posesiones terrenales, espantando a quien osara profanar el oro prohibido. Se decía que, en las noches más profundas, luces doradas se desplazaban en los patios de las antiguas casonas guareneras, señalando la existencia de un entierro de morocotas. Sin embargo, aquellos destellos no eran invitaciones a la fortuna, sino presagios de un destino aciago para quien se atreviera a reclamarlos. De ahí el viejo refrán guarenero: «real de muerto es pavoso».

Pero la excavación debía hacerse con el alma libre de codicia, sin volver la vista atrás, con una cruz de palma bendita como único amparo, y con el firme propósito de compartir el hallazgo en partes iguales. Quien quebrantara estas reglas no solo desafiaría el misterio, sino que, en lugar de encontrar fortuna, hallaría desgracia, perdería la paz, la cordura y hasta su vida.

Antigua casona en la calle Bolívar de Guarenas.
Antigua casona en la calle Bolívar de Guarenas.

De entre las sombras del pasado, una de las leyendas urbanas más fascinantes del siglo XX venezolano es la del codiciado tesoro de morocotas del General Gómez, un relato que, con el tiempo, se convirtió en la chispa que avivó innumerables historias y creencias en los pueblos del país. Se han tejido las más diversas conjeturas sobre su paradero: algunos aseguran que yace oculto bajo el solemne panteón del Benemérito en Maracay, mientras otros afirman que duerme bajo los cimientos de la casa grande de la Hacienda La Mulera, en el Estado Táchira, la propiedad que en su tiempo perteneció al General. Lo cierto es que esta historia sembró la fiebre de los entierros de morocotas, impulsando a los más audaces a escudriñar cada rincón de las antiguas casonas pueblerinas, persiguiendo el dorado sueño de encontrar un tesoro perdido.

Todavía hoy, impulsados por la sed de fortuna, los buscadores de entierros profanan las ruinas de una de las antiguas casas del Mariscal Juan Crisóstomo Falcón al norte de la Península de Paraguaná. Con cada golpe en la tierra, persiguen la quimera de un entierro de morocotas que, más que oro oculto, parece ser solo un destello de leyenda que se niega a desvanecerse.

Bajo el cielo de Guarenas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, entre calles humildes y hogares sencillos, la vida transcurría a un ritmo marcado por el esfuerzo y la perseverancia. Sus pobladores, de recursos modestos, hallaban sustento en la agricultura y el comercio, labrando la tierra y abasteciendo los mercados con el fruto de su trabajo diario. No había opulencia ni fortunas escondidas, solo el esfuerzo de una comunidad que, con tesón, buscaba su porvenir en la sencillez de sus labores.

Patio de antigua Casona de Guarenas.
Patio de antigua Casona de Guarenas.

Las grandes haciendas de caña de azúcar, ubicadas lejos del casco poblado, eran los signos visibles de riqueza en la región. Las casas humildes, los caminos polvorientos y la vida austera de sus habitantes contrastaban con la idea de una Guarenas donde las morocotas aguardaban en entierros secretos, como si el oro hubiese estado al alcance de quienes apenas lograban sostenerse en tiempos de incertidumbre. Es por ello que esas historias se desvanecen ante la verdad de un pueblo que jamás tuvo riquezas suficientes como para esconderlas bajo su suelo.

En realidad, no existen cifras exactas sobre la cantidad de morocotas que ingresaron a Venezuela desde los Estados Unidos. Sin embargo, se sabe que en su mayoría fueron utilizadas en la ejecución de grandes transacciones comerciales en las principales ciudades del país, mientras que su presencia en los poblados del interior fue escasa e, incluso, inexistente.

Desde niño, crecí escuchando una historia que se repetía como un eco: mi padre, Manuel Antonio Muro, había encontrado un entierro de morocotas. Este relato se presentaba como una revelación que resonaba en todos los rincones de Guarenas. Parecía ser una certeza inquebrantable, una verdad absoluta, capaz por sí sola de dar sentido a lo insondable: cómo era posible que un hombre humilde, un carretero curtido por el sol y el trabajo, hubiese logrado hacerse con tres propiedades en la Guarenas de antaño.

Así, entre susurros y miradas discretas, la leyenda se tejía con el hilo invisible de la invención, transformando lo cotidiano en mito, colocando a Manuel Antonio Muro en el centro del imaginario guarenero. Se decía que una pimpina enterrada, colmada de oro, había sido la llave secreta que transformó su destino. Era la única explicación plausible que el pueblo aceptaba para el inesperado ascenso económico de mi padre.

Debo admitir que, en la candidez de mi infancia, aquel relato envolvía mi imaginación en un velo de asombro y fascinación, como solo las leyendas pueden hacerlo, y yo la abrazaba con el fervor de quien aún no conoce la frontera entre mito y realidad. Por supuesto, cuando mi madre Herminia La Negra notaba mi entusiasmo por aquel relato, no tardaba en reprenderme, como si quisiera arrancarme de las garras de la fantasía y devolverme, sin demora, al dominio implacable de la realidad.

Con el transcurrir de los años y el inexorable despertar de la adultez, la verdad se reveló con claridad inalterable: lejos de hallazgos fortuitos o riquezas enterradas, mi padre, con la templanza de quien enfrenta la realidad sin adornos, había solicitado préstamos con garantía hipotecaria sobre las tres casas que compró paulatinamente en las décadas de 1930, 1940 y 1950. De esta manera, Manuel Antonio Muro labró con esfuerzo y sacrificio el destino que la leyenda guarenera intentó adornar con oro.

Patio de antigua Casona de Guarenas.
Patio de antigua Casona de Guarenas.

Como ocurre con toda historia de entierros de morocotas, su encanto radica en la niebla del misterio, en la ausencia de pruebas que le den sustento, en el vaivén de los relatos que, con el tiempo, se convierten en tradición más que en certeza. Jamás se presenta una trazabilidad concreta, ni rastros del oro cambiando de manos, ni documentos que den fe de su uso como pago en transacciones posteriores. No existen testigos que cuenten cómo se negoció aquella supuesta riqueza, cómo fluyó entre comerciantes o cómo dejó su marca en la economía local. Como toda leyenda arraigada en el imaginario colectivo, su fuerza reside no en la evidencia, sino en la persistencia del relato repetido de generación en generación, donde lo fantástico desplaza lo real y el oro enterrado sigue brillando solo en la mente de quienes lo perpetúan.

Las morocotas en Guarenas son relatos arraigados en la tradición oral, donde la fantasía ha elaborado historias de riquezas ocultas que perduran en la memoria popular, más como mito que como verdad. Pero en la esencia del pueblo, en la verdad de sus habitantes y en la sencillez de su historia, no hay más que trabajo, humildad y la certeza de que los verdaderos tesoros no son de oro, sino de esfuerzo, memoria y arraigo.

Sin embargo, me permito una última curiosidad: ¿conoces alguna historia de entierro de morocotas en Guarenas?

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