Con la mirada perdida, pero con una sonrisa en su rostro, doña Encarnación García recordaría mucho tiempo después como en aquella noche de relámpagos y lluvia iniciaba su trabajo de parto en Guarenas para dar a luz a Miguel Felipe Chapellín García.
Fue el 29 de octubre de 1884 cuando ella escuchó por primera vez el llanto de su bebé, enterándose de inmediato que el recién nacido era un varón. Ya sabiendo el nombre que le daría, lo tomó en brazos y le susurró: «Miguel Felipe, soy tu mamá».
En la habitación estaba el padre de la criatura, don Pedro Chapellín, muy atento a las labores de la comadrona, firme y sin pestañar, consciente del dolor y esfuerzo de su esposa. Su rostro reflejaba una mezcla de confusión y temor, sentimientos que en un abrir y cerrar de ojos se transformaron en orgullo al ver su hijo nacer y, más aún, al percatarse que su descendencia era un varón, quien llevaría su apellido y garantizaría la continuidad de su estirpe.
Trinidad, la hermana de Pedro, mujer bondadosa y cariñosa, no se separó ni un instante del lado de Encarnación, tomando su mano durante las labores de parto, secando su frente y acompasando su voz a la de la comadrona: «puja Encarna, puja». Quizás fue ella la segunda persona que el neonato vio después de su madre. La tía Trinidad sería una gran influencia en la vida del pequeño Miguel Felipe.
El 2 de junio de 1885, en la Iglesia de Nuestra Señora de Copacabana, el presbítero Francisco de Paula Arroyo puso santo óleo y crisma al párvulo Miguel Felipe, bendiciéndolo conforme al ritual romano. Fue su padrino el presbítero José María Iztúrriz, muy amigo de la familia. Su madrina fue la tía Trinidad, quien desde ese momento aceptó el nuevo lazo de amor y las responsabilidades inherentes al mismo.
Miguel Felipe, Miguelito para sus seres queridos, creció bajo el amor y protección de su familia, recibiendo los altos principios morales que la pareja Chapellín García irradiaba en aquella sociedad guarenera.
Miguel heredó de su padre ese espíritu visionario, casi aventurero, que lo impulsaría durante toda su vida a buscar nuevos horizontes, a enfrentar retos y emprender con entusiasmo sus ideas de negocio. Pero, sobre todo, le heredó ese carácter desafiante e inconformista que lo estimulaba a procurar un mundo más justo y solidario.
De su madre, obtuvo esa gran sensibilidad humana y compasiva que demostró durante toda su vida. En cada esquina, en cada encuentro, en cada conversación, Miguel Felipe demostraba gran empatía con sus contertulios de la Guarenas de antaño.
Y gracias a su tía Trinidad, desarrolló esa vena artística y expresiva que iba brotando de su corazón a medida que se hacía un hombre de bien. Sus conversaciones con ella estaban cargadas de lo sublime de la vida. Es así, como Miguel Felipe se interesó por la música y el canto, incursionando en diferentes instrumentos, uno de ellos el piano, donde interpretaba canciones románticas, siendo algunas de su autoría.
El 3 de octubre de 1909, habiéndose cumplido los requisitos canónicos y civiles, explorada las voluntades, haciéndose lectura de amonestaciones los días 19 y 26 de septiembre, y realizada la confesión sacramental, el Pbro. Sergio Martín, autorizado por el padre Bernardo Millán, presenció el matrimonio que por palabra de presente in facie ecclesiae contrajeron Miguel Felipe Chapellín García, de 24 años, y Carmen María Acuña Ruiz, de 21 años, la hermana de nuestro querido y recordado maestro Félix Eduardo Acuña Ruiz.
En aquella apacible Guarenas, establecieron su hogar los esposos Chapellín Acuña. Fruto de su amor, el 6 de febrero de 1911, nació una niña, a quien pusieron por nombre Carmen Graciela. Ya los padres habían elegido a los padrinos de su primera descendiente, sus abuelos: don Pedro Chapellín, padre de Miguel Felipe, y doña Eufemia Ruiz, madre de Carmen María.
Un acontecimiento inesperado marcó fuertemente la vida de Miguel Felipe, pues Carmen María Acuña Ruiz falleció, llenándolo de amargura y tristeza. Pero el amor por el prójimo que siempre profesó, su trabajo honesto y anhelo por el bien común, le dieron la fuerza y valor para salir adelante ante esta penosa circunstancia.
Como emprendedor entusiasta y luchador social, Miguel Felipe se asoció con Cruz Ramón Urbina Camacho, quienes el 9 de octubre de 1921 lanzaron la primera edición de La Abeja, un noticioso de circulación ocasional elaborado en la Imprenta Copacabana. Como nota al margen, recordemos que Cruz Ramón era el hijo de don José Bernabé Urbina, así como padre del Primer Tanagrista de América, Armando Urbina.
La Abeja abordó temas de interés general, con una orientación inquisitiva propia de los investigadores y analistas, pero llevando al mismo tiempo a la población notas refrescantes de la cotidianidad que se vivía en aquella Guarenas. De ahí que Miguel Felipe y Cruz Ramón eligieran el nombre La Abeja, que con su ponzoña y aguijón defiende a su colmena, y al mismo tiempo la deleita con la miel fruto de su trabajo.
Este noticioso, que no tuvo una larga vida, fue sin embargo el germen de una pasión que Miguel Felipe cultivaría más adelante: el mundo de las abejas y la apicultura. Quizás fue el zumbido de aquellos laboriosos insectos, o el dulzor de su dulce producto, lo que lo atrajo a explorar sus secretos, beneficios y maravillas. Lo cierto es que La Abeja fue más que un nombre, fue una inspiración.
Su infatigable labor como defensor de los derechos sociales, así como su lucha por lograr progresos en la población, le permitieron gozar del aprecio y admiración de los pueblerinos, alcanzando así el máximo cargo de la jefatura civil del Distrito Plaza.
El 15 de enero de 1936 se sellaría un nuevo compromiso. Ese día, Miguel Felipe, de 51 años, y Luisa Herrada, de 38 años, se unieron en matrimonio bajo la sagrada bendición del padre Rafael Antonio García. La pareja había postergado su unión, pues eran tiempos muy complicados para el país. La muerte del tirano Gómez, en diciembre de 1935, trajo aires de sosiego para la población, por lo cual los Chapellín Herrada iniciaron su vida marital en una Venezuela esperanzadora. En segundas nupcias, la vida devolvía a Miguel Felipe la felicidad que le había arrebatado años antes.
En septiembre de ese mismo año, ocurrió un hecho particular para la fisonomía urbana de Guarenas, siendo Miguel Felipe Chapellín uno de sus protagonistas, quien propuso ante la cámara municipal remodelar los espacios que estaban detrás de la Iglesia de Nuestra Señora de Copacabana, conocido como Alameda Plaza. Exhortaba además a cambiar su nombre por el de Plaza Régulo Fránquiz, homenajeando así a este clérigo que había muerto en La Rotunda bajo la tiranía de Gómez, cuya vida tuvo interesantes y polémicos matices. De esta forma, Miguel Felipe culminaba su gestión como jefe civil de la población, siendo sucedido en el cargo por el señor Ernesto R. Montenegro.
Su vida continuó entre el trabajo, las tertulias del acontecer nacional y las responsabilidades propias del hogar. Como comerciante, una de sus facetas destacables fue su destreza como artesano de la madera y los metales. También se dedicó a las actividades agrícolas.
Por largo tiempo, Miguel Felipe dio rienda suelta a la fábula y la poesía, plasmando con su pluma la nobleza de sus sentimientos. Lo hacía en las noches de aquella Guarenas resplandeciente, alumbrada por la electricidad que había llegado en 1932.
Quizás un poco más apaciguado, pero siendo hombre de inquebrantable fe, se comprometió con el culto a Jesús en la Cruz, cuidando con esmero y devoción la imagen, organizando cada año su procesión durante la Semana Mayor. Cada Jueves Santo, era común ver a Miguel Felipe salir muy temprano de su casa ubicada en la esquina de las calles Miranda con 5 de Julio, asistir a la Misa Crismal, para luego dedicarse a las labores propias del paso procesional. Así fue hasta el año 1940, cuando el señor Jesús María Espinoza constituyó la Sociedad de Jesús en la Cruz.
El 24 de julio de 1943, los esposos Chapellín Herrada recibieron con alegría el nacimiento de su hijo Miguel Aquiles. Igualmente, el 5 de octubre del año siguiente, abrazaron con amor a su hija Ana Nancy.
Con el pasar de los años, los niños Chapellín Herrada disfrutaron de un lugar que existió en el Pueblo Arriba, sitio de juegos infantiles y encuentros comunitarios, un espacio modesto, sin pretensiones y de aspecto común, pero que conservaba un encanto y belleza propios de la Guarenas de antaño: La Plazoleta de Guarenas.
Cuando la sed apremiaba, todos corrían hacia una pila de agua que estaba bajo la sombra protectora de un samán que aún sobrevive. En ese punto de La Plazoleta, se percibía el delicioso aroma de la miel cocinada que Miguel Felipe extraía de las colmenas de su apiario y que solo él sabía mezclar con otros ingredientes y en las proporciones correctas para producir un exquisito vino.
Cuando algún visitante curioso preguntaba de dónde provenía esa rica esencia que impregnaba el aire, todos decían: «Es la colmena de Miguel Chapellín».
Los guareneros iban a la colmena de Miguel Felipe para comprar miel pura, cera natural y, por supuesto, su famoso vino de miel y frutas. Su actividad como apicultor es quizás la más recordada por quienes lo conocimos.
Si teníamos suerte, podíamos ver a Miguel Felipe extrayendo los panales contenidos en los cajones, también llamados alzas melarias. Con un cuchillo bien afilado, él cortaba las celdas hexagonales de cera natural, para luego extraer la miel.
El 24 de febrero de 1961, a sus 76 años de edad, falleció Miguel Felipe en el Centro Médico de Caracas por complicaciones cardíacas, llevándose con él la receta de su exquisito vino de miel.
Miguel Felipe Chapellín García, es parte de la memoria histórica de Guarenas, y su colmena, fue el dulce sabor de aquel hermoso pasado.
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Fundador y editor de Campanario Urbano. Docente y director jubilado. Investigador de la historia de Guarenas. Fue cronista de prensa regional y apasionado coleccionista de fotografías y documentos antiguos.