Durante el Miércoles Santo, Guarenas parece detenerse en un suspiro colectivo. Las campanas de la Iglesia la Candelaria, así como de la Catedral, tañen con una solemnidad que trasciende el tiempo. Es parte del milagro de la Semana Santa.
Las calles se llenan de penitentes que arrastran sus culpas y esperanzas. Es un período de introspección, donde las almas se desnudan ante la cruz y los guareneros buscan la reconciliación.
Es un tiempo que nos invita a sumergirnos en la profundidad de nuestra humanidad, a reflexionar sobre nuestras fragilidades y a encontrar la redención en la sombra de esa cruz.
Este período es un lienzo de emociones, tejido con hilos de misterio y sacrificio. En cada paso, en cada procesión, se entretejen nuestros recuerdos, nuestras promesas y nuestros tributos.
En particular, el Miércoles Santo me lleva a esos rincones de mi niñez y mi adolescencia junto a mi madre, a un umbral preciado de mis recuerdos. Es un momento de silencio, de palabras no dichas, de amor y respeto colectivo.
La imagen de Cristo, en su agonía, nos recuerda que todos llevamos nuestra propia cruz, invitándonos a mirar hacia adentro.
En la mayoría de mis relatos están presentes nombres reales, guareneros que hacen vida y le dan vida a este pueblo que amo, o a esta ciudad para tantos otros.
El milagro de la Semana Santa se manifiesta de muchas formas. Hoy, me atrevo a compartir una experiencia, un sentimiento que pude percibir en un relato sencillo pero emotivo de mi sobrino, Alberto Muro. Esta narración es una reflexión de su vida, como cristiano y guarenero. Tengo la firme certeza de que esta confidencia será de su agrado y aprobación.
El calendario indica que este 2024, el Miércoles Santo se situó el 27 de marzo. Alberto está en la Iglesia de la Candelaria de Guarenas, observando con atención los preparativos previos al inicio de la procesión del Nazareno, esa imagen que por más de un siglo y medio ha posado su mirada bondadosa sobre los fieles guareneros.
Es un momento de exaltación, de tensión, quizás nerviosismo. Pero Alberto está atento, registrando con su cámara ese preciso instante, como acontecimiento único, pues cada Miércoles Santo es diferente, notorio y magnífico.
De pronto, su viejo amigo de la infancia, Douglas Romero, le dice desde lejos:
—Vente Alberto, vamos a recordar viejos tiempos.
Alberto se queda mirándolo extrañado, mientras Douglas salta uno de los bancos de la iglesia, con la misma agilidad de cuando era un preadolescente y abre la puerta que conduce al coro de la Iglesia la Candelaria.
Alberto, aún extrañado, lo sigue, subiendo las escaleras hacia el coro, preguntándose qué estará tramando Douglas.
Con cada paso, con cada peldaño de esa escalera de madera que alberga décadas de historia guarenera, Alberto entendió que de nuevo sería partícipe de una de las mayores alegrías de su infancia y adolescencia. Cada crujir de la madera le traía recuerdos de su niñez y juventud, así de rápido, así de sublime.
—Como lo hacíamos cuando chamos, vamos a tocar las campanas con fuerza, sin parar, de seguido, durante un minuto, a la cuenta de tres —dijo Douglas sin vacilar—. Uno, dos, tres.
Abajo, en la Plaza la Candelaria, el resonar de esas campanas, antiguas guardianas del tiempo, hicieron a todos elevar la mirada, con sus notas vibrantes, como si fueran susurros de los amorcillos que llevan las aguas desde la fuente circular, escultura que ornamenta a tan emblemático espacio de Guarenas.
En el coro, con cada golpe del badajo a la copa de la campana, Alberto evocaba recuerdos de su niñez como monaguillo de la Iglesia la Candelaria, lo cual le hacía blandir el hierro dulce con mayor fuerza, con mayor emoción.
Mi sobrino no me lo dijo, pero estoy seguro que sus ojos se llenaron de alegres lágrimas. Sin decir palabra, alzó sus ojos al cielo y con la luz dorada de la tarde, se llenó de júbilo. Para él, cada repicar estuvo lleno de añoranza, de esa melancolía que solo los corazones sensibles pueden escuchar debajo del tintineo de una campana, un reverbero en el aire de pura celebración junto a su entrañable amigo.
De pronto, eran niños de nuevo, inmersos en una divertida aventura. Un momento cargado de diversión y bendición, pero al mismo tiempo impregnado de respeto y disciplina. Después de tantos años, Alberto y Douglas volvían a anunciar juntos el inicio de la procesión del Nazareno.
Alberto, sin duda, agradeció este noble gesto de su amigo Douglas hacia él, tanto como yo agradezco haber escuchado tan hermoso relato de la voz de mi sobrino.
En esas pequeñas y emotivas reflexiones, como la que escuché atentamente de mi querido sobrino, es donde percibo el milagro de la Semana Santa y reafirmo que Guarenas es un pueblo de gente buena.
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Fundador y editor de Campanario Urbano. Docente y director jubilado. Investigador de la historia de Guarenas. Fue cronista de prensa regional y apasionado coleccionista de fotografías y documentos antiguos.