El Cerro de Los Chivos

Por Tomás González Patiño. Con ese nombre lo conocí, el Cerro de Los Chivos, no sé si oficialmente le había sido asignado otro, aunque ese asunto hoy ya es irrelevante, pues tal como figura en mi memoria, ese cerro ya no existe. Se le llamaba así por ser el lugar de “pastoreo” de los chivos propiedad de las Hermanas Rodríguez, personas que habitaban en una de las casas de las cercanías.

Quedaba exactamente al Sur de La Plazoleta. Una rampa daba inicio a la serranía, a ella se ascendía por una angosta carretera cuyo comienzo estaba aproximadamente en el punto final Sur, de la calle Ambrosio Plaza. Siguiendo esa angosta vía, dirección Oeste, lo primero encontrado era la “Caja de agua” o estanque del acueducto de Guarenas.

Con curva regresiva en ese lugar, el camino zigzagueante, de moderada pendiente y siguiendo dirección opuesta a la inicial, conducía hacia la “Vuelta Blanca” llamada así por la coloración de su suelo, el cual seguramente estaba cargado de sales cálcicas.

Allí cruzaba en ángulo aproximadamente recto, continuaba subiendo hacia el Sur, bordeando la estribación del cerro y con la misma suave pendiente y sinuoso alineamiento. En su trayecto, del lado derecho, se encontraban pequeños taludes ascendentes y del lado izquierdo, depresiones hacia el vecino Cerro de El Zamuro. El camino además, estaba cruzado por cangilones formados por la escorrentía derivada de aguaceros anteriores. También y por la misma razón, existían torrenteras naturales que como los canalones, se repetían de trecho en trecho. Al final, se encontraba La Tejería del señor Manuel González, de la cual se habla en escrito aparte.

La vegetación era mayoritariamente de secano. Abundaba el Guatacare, planta borraginácea, que raleaba diseminada por todas partes, aunque no cubría toda la superficie del terreno. También existían Pitahayas y una que otra variedad de cactus.

En su parte más alta, existían las ruinas de un vetusto cementerio, llamado “El Cementerio Viejo”. Allí había un conjunto de nichos antiguos, algunos en buen estado. Por lo añoso de las tumbas, éstas no se percibían como sitio tenebroso ni generaban la animadversión que normalmente se siente en esos lugares. Era como estar ante un monumento de la antigüedad.

Recuerdo haber visitado ese paraje varias veces. Desde allí se tenía una magnífica vista panorámica del valle sobre el cual se asienta la población. El espectáculo era maravilloso. Se apreciaba parcialmente el núcleo urbano de “La Llanada” bordeado por el extenso cañamelar, de donde se extraía la vegetal materia prima de los trapiches existentes y operativos del momento. Más allá y si la visión se dirigía francamente hacia el Norte, se contemplaba la serranía, supongo ramal correspondiente a la Cordillera de La Costa, lo que constituía el límite Norte de la mirada que desde este punto se tenía y también borde de la explanada que comprende a Guarenas y sus haciendas.

La explanada de las antiquísimas tumbas era un lugar apacible, donde soplaba una suave brisa vespertina y donde el silencio apenas era suavemente rasgado por algunas voces difusas y lejanas que supongo eran traídas por el viento y pronunciadas desde La Llanada.

En los momentos de correrías por todos los ámbitos de aquellos matorrales, muchas veces a nuestra imaginación, dimos rienda suelta.

El juego más trajinado era el de “Muchacho y Bandidos” emulando a la acción de vaqueros que se desarrollaba en el viejo Oeste norteamericano y que todas las semanas veíamos en el cine.

En fin, una y mil veces recorrimos toda la superficie de aquel cerro, sin sospechar que las herramientas del desarrollo harían desaparecer para siempre, aquel lugar de ensueño.

Así pues, como todo, también ese mágico escenario sucumbió al avance arrollador del urbano crecimiento. Sus prominencias topográficas fueron aplanadas, los murmullos y tiernas voces de los niños, fueron silenciadas.

Quizás la cálida y suave brisa, como apacible aliento de aquellos tiempos, transportó los cándidos susurros de los niños, los cuales sin retorno, deben ir lejos, muy lejos, con destino a los campos del olvido.

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